La liturgia del Jueves Santo es una invitación a profundizar en el misterio de la Pasión de Cristo, todo aquel que desee seguirle tiene que sentarse a su mesa y, con máximo recogimiento, ser espectador de todo lo que aconteció ‘en la noche en que iban a entregarlo’. Asimismo, el mismo Jesús nos da un testimonio idóneo de la vocación al servicio del mundo y de la Iglesia que tenemos todos los fieles cuando decide lavarle los pies a sus discípulos.
Hoy celebramos la alegría de saber que la muerte del Señor, que no terminó en el fracaso sino en el éxito, tuvo un por qué y para qué: fue una «entrega», un «darse», fue «por algo» o, mejor dicho, «por alguien» y nada menos que por «nosotros y por nuestra salvación».
“Haced esto en conmemoración mía”.
En memoria de Jesús recordamos y celebramos lo que ocurrió en la Última Cena haciendo de nuevo lo que él hizo allí, como lo realizamos, de hecho, en cada eucaristía. Nosotros, pueblo de Dios, somos los discípulos de la Última Cena; el sacerdote, que actúa en el nombre de Jesús, representa al mismo Jesús; la mesa en torno a la que los discípulos estaban reunidos, es el altar de nuestra iglesia; la habitación (o Cenáculo) de la Última Cena es nuestra capilla.
Al igual que lo hicieron los discípulos, nos reunidos como comunidad en torno a Jesús, comiendo con él. Éste es un acto fundamental para nuestras comunidades cristianas: estar reunidos en torno al Señor, para comer y beber con él y de esta manera estar más unidos a él y ser más como él.